Por: Pablo Andrés Villegas Giraldo
Existe un poema del siglo XVIII, escrito por el poeta Robert Burns, llamado Auld Lang Syne. Mucho antes de que en 2011 la cantante Lea Michele hiciera una versión popular, ya se había convertido en un canto tradicional escocés. La expresión Auld Lang Syne suele traducirse —no sin imprecisiones— como “por los viejos tiempos”. Confieso una infidencia: aunque no hablo la lengua original del poema, prefiero cómo suena en escocés antes que en sus versiones en inglés o español.
Cada fin de año nos batimos entre la nostalgia por lo que se deja y la prisa por cerrar procesos. Queremos tenerlo todo resuelto, empezar de cero, como si el 31 de diciembre lo definiera todo, como si la vida obedeciera al calendario del mismo modo en que obedecemos a los relojes. Pero entre la última semana de diciembre y la primera de enero existe un territorio sagrado, una pequeña línea que conecta lo humano con lo divino: un tiempo que nos llama a reflexionar, a mirar atrás sin quedar atrapados, a revisar la vida sin culpa y a preguntarnos con sinceridad quiénes hemos sido y quiénes queremos ser.
Por eso quise iniciar este artículo recordando Auld Lang Syne. Su melodía lenta y su letra melancólica invitan a algo profundamente contrario a la lógica contemporánea: encontrarnos con nosotros mismos. Detenernos un momento, dejar la prisa, volver sobre lo que somos, recordar quiénes fuimos, dar gracias por lo vivido y —algo fundamental— reconciliarnos con nuestros errores. La canción habla de “tomar una copa por los viejos tiempos”, y, más allá del gesto festivo, propone una metáfora luminosa: brindar con nuestra propia historia, reconocerla en lugar de huir de ella.
El filósofo Byung Chul Han en sus obras Vida Contemplativa, El Aroma del Tiempo y La Desaparición de los Rituales, insiste en que el verdadero cambio no surge de la hiperactividad, sino del silencio, de la quietud. La transformación personal no es un acto impulsivo ni un propósito improvisado entre uvas y abrazos. Requiere calma, honestidad y un tipo de tiempo que nuestra cultura considera improductivo: el tiempo contemplativo. Sin duda alguna, el desafío de este nuevo año no será hacer más cosas, sino aprender a respirar distinto; el propósito será dejar de correr hacia adelante y atrevernos a estar sin producir.
Por eso, en estos días de transición, es necesario permitirnos la pausa que el mundo no ofrece: revisar nuestra vida no para juzgarnos, sino para comprendernos. Conviene discernir qué relaciones cultivar, cuáles transformar y cuáles soltar con serenidad. Como recordaba Marco Aurelio, elegir los hábitos que fortalecen nuestro carácter y abandonar los que nos desgastan. Del pasado, tomar solo lo que orienta hacia la virtud y dejar reposar lo que ya cumplió su papel. La vida actual ya tiene suficientes afanes, y hacer un llamado a la lentitud, a la contemplación y al silencio parece una contradicción; sin embargo, quizá sea precisamente ahí donde encontremos nuestra salvación.


