Medio ambiente

MUJER RURAL

LA SUMA DE TODOS LOS OLVIDOS

Por: Liliana Álvarez – Docente UNISARC.

En cuanto a educación, la mujer rural apenas llega el 3,7 por ciento a nivel técnico profesional, el 1,3 por ciento logra ingresar a educación superior y el 0,4 por ciento alcanza a realizar un posgrado.

Piedra sobre piedra, cada una de las políticas y las correspondientes leyes en el país ponen a la mujer en condición de sometimiento. Y en el caso de la mujer del área rural, la cargan además las condiciones de atraso del sector agropecuario que le impide avanzar.

Ahora bien, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura –FAO- en casi todos los países en desarrollo, las mujeres dedicadas a la agricultura cumplen importantes funciones porque contribuyen a la seguridad alimentaria del hogar, obtienen ingresos, cuidan a la familia, se ocupan de la gestión de los recursos naturales y la biodiversidad. Sin embargo, la eficacia en el desempeño de estas funciones a menudo depende de las limitaciones que tengan de acceso a la tierra, mano de obra, capital, tecnología, y, lo principal, de la desigualdad procedente de las políticas económicas, sociales y culturales.

La anterior explicación de la FAO incluye el cuidado de la familia como una labor, por definición, de la mujer, hecho que muestra una concepción desigual en cuanto su papel. Además, pasa por alto que las tareas domésticas, en la mayoría de los casos, no son remuneradas o implican trabajos de menor producción, que poco pueden contribuir al desarrollo económico y cultural de la mujer. Y en el mundo rural esta definición va ligada a las labores que desempeñan las mujeres en la actividad agrícola, no como una opción, sino como una imposición.

Así mismo, según Oxfam, en informe presentado al Foro Económico Mundial, las mujeres trabajan gratis mientras los multimillonarios acumulan riqueza, pues a nivel mundial el trabajo no pago a la mujer asciende a 11 billones de dólares por año (12.500 millones de horas diarias) y es la base de la desigualdad global. Según este informe, sin el buen cuidado que la mujer realiza, todo el sistema económico no funcionaría.

Para el caso de Colombia, se censaron 5,4 millones de mujeres rurales y de ellas el 81%  (ocho de cada diez mujeres) cumple tareas que se concentran en el cuidado del hogar (al que dedican hasta 14 horas diarias) y a labores complementarias de menor productividad y valor agregado como la huerta, cuidado de aves y mamíferos domésticos. Son testimonios de esto las miles de mujeres que, como Marisol, lidian con las vacas mientras el esposo vende su mano de obra; o como Marina, que labora en el trapiche en complemento al proceso productivo de la panela y en el caso del café, después de las labores del hogar pasan al secado y empaque del grano, “garitean” a los trabajadores en el campo, cuando no es que, solas, como Luz Dary, deben sostener la finca y el hogar. Esta realidad, medida por la Agencia de Información Laboral, registra que nueve de cada diez mujeres rurales están en la informalidad, promedio que se encuentra incluso por encima del reportado para el sector agropecuario en su conjunto.

Al realizar un ejercicio con la Ley 731 de 2002 se puede comprender más sobre la idea aquí planteada. En teoría, esta ley busca mejorar la calidad de vida de las mujeres rurales, pero la realidad dista de lo pretendido: ¿cómo mejorar la calidad de vida de las mujeres en cifras reales si por la vía de las leyes generales, el país importa lo que las mujeres pueden producir en sus fincas y unidades productivas? Es decir, la implementación de las cadenas productivas es una política necesaria, pero ¿qué ganancia obtendrán las mujeres rurales sin garantía de compra para sus productos? Y hablo del grueso de las mujeres, no de las que logran emprender y participar en proyectos productivos, que son la excepción, no porque millones de mujeres sean menos capaces, sino porque la política macroeconómica del país les cercena el derecho a las oportunidades colectivas. Es decir, es una ley que profundiza el sometimiento de la mujer rural en términos económicos y de ahí para abajo todos los demás.

Por ende, no es fortuito que la pobreza para las mujeres rurales alcance el 37%, tres veces más que las mujeres de la zona urbana. Sin querer decir que en las ciudades el Estado haya podido resolver este tema; es más, por el COVID-19, la tasa de desempleo para las mujeres en julio del 2020 alcanzó el 26,2%, el doble respecto a las cifras del 2019. Valores que se agravan al compararlos con las tasas de desempleo para los hombres, quedando demostrada la desigualdad de género en el modelo económico y social del país.

Y con relación a la población que recibe ingresos, la mujer rural apenas alcanza en promedio $339.000 mensuales, mientras el hombre percibe $576.000. Es por ello que en el reparto de la pobreza de los hogares rurales, la jefatura femenina presenta niveles de pobreza hasta de un 19,8%, mientras que los de jefatura masculina son del 14%.

La desigualdad es similar en todos los campos. En cuanto a educación, la mujer rural apenas llega el 3,7% a nivel técnico profesional, el 1,3% logra ingresar a educación superior y el 0,4% alcanza a realizar un posgrado. Y el 35,2% de las mujeres que habitan el campo colombiano no logra ingresar a ningún programa de educación. Cifras desgarradoras.

Y ni hablar de la violencia de género con el campo como una de las zonas históricamente más afectadas. La mujer ha pagado con cuerpo y vida su vulnerabilidad.

¿Cuál es el llamado entonces? A exigir que el Estado y la sociedad reconozcan como trabajo el rol de la mujer en el sector agropecuario y no como una simple colaboración o destino celestial. De tal manera que avancemos hacia la emancipación para tener derecho al desarrollo pleno de capacidades y a una mejor calidad de vida. Reconocerlo no implica tanto que se emitan leyes que hagan mención a estos problemas y los anhelos de superarlos, sino que la política cultural, económica y social, esté orientada a abolir el sometimiento de la mujer en todos estos niveles.

Esto requerirá que el gobierno respalde con presupuesto y capacidad administrativa el diseño de instituciones públicas en el sector rural, para liberar a las mujeres de las labores domésticas y permitirles el desarrollo pleno. Incluso, estas instituciones pueden albergar a muchas mujeres en condiciones laborales dignas. Y queda por exigir, a los gobiernos nacional y local, programas de empleo público para la mujer rural de todas las edades.

Finalmente, es claro que este objetivo no lo vamos a concretar si las mujeres no nos organizamos, en pequeño y mediano nivel. En medio de este modelo económico es difícil que los gobernantes de turno, cualquiera sea el género, vengan a intervenir con seriedad y alcance sobre los olvidados asuntos de la mujer, que son también los del resto de la sociedad. La tarea, movernos colectivamente para que no quede piedra sobre piedra que nos someta.

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